miércoles, 7 de octubre de 2009

La República y lo bello

Pasaron unos días desde que Horacio Lavandera tocó delante del Palacio Barolo. Dudé en escribir lo que ocurrió esa noche. Porque el sentimiento llega desde lugares incómodos. Avenida de Mayo, el Congreso, su plaza, la bandera, el mismo Palacio Barolo, el subte A, la gente que lo fue a escuchar. No sé, pensar en tanto símbolo republicano, en tanta representación política, histórica, más aquella de la música, Beethoven, Ginastera, “Mi Buenos Aires querido”, incomoda. Es una incomodidad que tiene su entraña en las sensaciones importantes, no por lo relevante de “mi” experiencia de esa noche. Importante, quizás, porque lo amerita cuando uno toma conciencia cívica, la que muchas veces, por razones de formación (educativa, familiar, social), falta. También incomoda porque intentar describir esa ciudadanía que despierta me parece (y siempre lo será) una empresa vana, pese a las fotos, la música, los links, las grabaciones, las palabras que pueda emplear. Esa intensidad de sensaciones era posible, e irreproducible, porque nadie podía captar de una vez la totalidad de lo que ocurría. La dimensión real no dejaban que las percepciones visuales, auditivas, sensibles, alcanzaran, de un saque, a guardar todo en la memoria. Mejor dicho, sí, el cuerpo puede hacerlo, pero la mente no puede procesar todo.
Horacio había pedido un escenario redondo. Allí estaba con unas tenues luces rojas que, a través de la filmación reproducida en las pantallas distribuidas por la Avenida de Mayo, mostraban el círculo que dialogaba con el entorno, la gente y la concepción del Palacio Barolo. Un acierto que ahora lo escribo como punto de partida, pero que fue el último detalle para concluir la sensación de esa noche. Sobre la fachada del Palacio había proyecciones con motivos del Infierno, Purgatorio y Paraíso de Dante. Espectros, figuras, colores. Como ven, nada de lo que pueda decir da cuenta de la magnitud de lo que ocurría. Cambiemos de perspectiva.
Llegué ya empezado el recital. Apenas unos minutos. Por lo que mi inserción fue abrupta y tímida. Había público de pie, pero la mayoría estaba sentado. Desde la esquina no se llegaba a ver dónde pasaba la cosa. Tuve que acercarme para reconocer a Horacio en medio de la fogata lumínica. Esa luz irradiaba sobre un público anónimo y sombrío que hacía de agua tranquila, hacía de río con claro de luna. Había también pantallas. Había también un congreso de fondo, apenas escondido detrás de la gran bandera argentina. Había pantallas. Había ventanales de oficina. Había ventanas familiares que traían un sonido hogareño. Y estaba el Palacio, casi violado por una estética que no era la suya, pero que no le disgustaba. Está viejo, pero guarda su clase. Es de sangre azul. En decadencia. Él también está incómodo, no sabe si es anticuado ante tanta velocidad global o nos tira en la cara la miseria de lo efímero. Se bancó una noche no pensada para él. Dante pensó una cosa del Infierno, Barolo otra y nosotros ahora tenemos nuestra apropiación. De eso se trata un Bicentenario, recordar algo para olvidarlo e inventar un nuevo pasado.
A todo esto, tocaba Horacio. Hablar de su ejecución no me pertenece. Es más, en este caso no importaba. La música invadía los ventanales, el asfalto, los ojos, el palacio, el congreso, la bandera, la noche. Se derramaba sobre ese agua tranquila de la gente, pero se derramaba con la intensidad de la mar. El piano sacudía a veces suave, a veces arremetedor los cuerpos.
De fondo seguía el Congreso y la bandera. Y no se entendía. Había algo que molestaba. Como esos errores que vemos y no vemos. Que vemos y no reconocemos. Algo molestaba. Más que molestar, inquietaba. Había algo que irrumpía con el equilibrio que imponía Horacio y su piano. No era el palacio y sus proyecciones. No era la luz de la avenida que había sido cortada. No era el público. Había pasado mi ingreso tímido y abrupto a la velada. Luego de ese lapso de múltiples percepciones, la razón pedía un respiro. ¿Qué pasaba esa noche? ¿Qué conmovía no ya el oído, sino los ojos? Y era eso. La ciudad. La República.
Todo había sido dispuesto para que Horacio tocara. Se apagaron las luces, se cerraron las calles. Pero no se pudieron detener los semáforos. Y ahí volví. Eso era. Estaba en el centro de la Ciudad, en el kilómetro 0 de la República. El semáforo, creación de y para la ciudad, emblema de la movilidad, del frenesí, de la ley, del orden. El semáforo pasaba del verde al amarillo, del amarillo al rojo. Máquina no comandada por un chofer. Es la instalación más impersonal y más autoritaria de la ciudad. Pero su autoridad no me preocupaba. Por él entraba la ciudad. Y por la ciudad, la República. Entonces, también descubrí que pasaba el subte, el más viejo de Latinoamérica. Y ahí las sensaciones temblaban. Los pies se sacudían. Y así fueron chocando otras sensaciones. El ruido de la cocina, el llanto chiquilín, la persiana oxidada del almacén en medio de Beethoven. Y todo era lo que suele ser, pero tenía otro calor: lo bello.
Eso molestaba. Lo bello. El Bien platónico. Desde el escenario lo bello inundaba al público, la calle, la plaza, los edificios. Lo bello inundó un espacio otro. Un espacio que perdió su sentido de lo bello. Esa avenida, mediación entre la Rosada y el Congreso, parece el cadáver de lo bello. No lo digo por cuestiones coyunturales. No pienso de ese modo. Pienso en el Palacio Barolo, que sí tenía una idea de lo bello y, por ende, de la República. Pienso en el Congreso, también con una idea del Bien. La música volvió a ser luz, en un ambiente que perdió su destino en su circulación cotidiana. Se corrió del tiempo, para entregarse a cada mañana, a cada trajín. Horacio un sábado tocó Beethoven. Tocó también las danzas de Ginastera. Tocó “Mi Buenos Aires querido”. No se trata de una cultura de elite, entonces. Y su ejecución (ahora sí lo digo: perfecta) también contrastaba con lo efímero del arreglo de baches. Buscar la armonía, derramar lo bello, encontrar el Bien. Ese aluvión pasó por Avenida de Mayo el sábado. Un poco de alegría. Un poco de angustia. Saber que no hemos sido. Saber que algo hemos perdido. Esa noche, la del sábado republicano, fue una ficción de nuestra utopía. Unas horas fuimos el sueño schilleriano, de una estética que haga mejores hombres y, entonces, otra realidad; la ilusión platónica de un gobierno armónico. Fuimos felices con la República que no somos, con la que somos, con la que deseamos. Esa noche fuimos felices en la República que nos hemos negado.

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