lunes, 18 de enero de 2010

Se pudre la cosa

–¿Cómo que se pudre la cosa?
–Sí, mamá, la cosa se pudre.
–Vos sabés que no tenés que andar con esos. Te usan, los usás, pero a larga te sueltan la mano y chau.
–No, mamá, esta vez viene en serio la cosa.
–¿De qué hablás Emilio? Tenés 20 años. Yo la viví, tu padre la vivió. Nosotros sabemos cómo termina, siempre igual. Quedate donde estás…
–Pero, mamá, es en serio la cosa. Dicen que van a volver al gobierno.
–¿En serio hablás?
–Sí, mamá, en serio.
–Bueno, si es así, mejor no te metas, porque va a correr sangre. Ay, por la santa madre, ¿lo escuchaste José? Se va a pudrir todo.
–Sí, papá, ya sabe. Me dijo que me quedara en el súper. Pero estoy podrido de laburar por dos pesos. Los chinos venden por dos pesos. Un día de estos, los chinos van a vender tipos.
–Hacé lo que quieras. Sos grande. Pero nosotros sí sabemos lo que es laburarla. Nos vinimos de San Miguel para acá y éramos más chicos que vos. Como está la cosa, quedate trabajando. Ni se te ocurra que te vamos a aguantar acá todo el día boludeando con tus hermanos ni a la mocosa de tu novia. Prefiero que te vayas a juntar mierda por ahí.

Juana se preparaba para ir a la Ciudad, a la casa donde limpiaba y cocinaba. Se puso las llaves en el bolsillo y salió. Todavía no era septiembre y el sol brillaba con cierta incomodidad. Resplandecía como en verano, pero el frío era feroz. Hasta la estación de José Cé Paz había unas cuadras. Las veredas estaban un poco húmedas de la noche todavía. Más cerca de la estación, pasó por la panadería. Saludó. Había más movimiento que de costumbre por la zona comercial. Estaban vaciando el local Rodie Sport. Cerraba. Juana no recordaba cuándo habían inaugurado ese local, pero imaginaba que lo habían abierto con la fundación de José Cé Paz. Se acordaba de que en las navidades sorteaban una bicicleta entre los clientes del año. Básica, pero con eso uno tiraba unos años de ahorro de caminata, y de zapatillas. De cualquier modo, hace años que no compraba nada. La señora Clarita, dueña de la casa donde laburaba, le solía regalar la ropa que sus hijos ya no usaban. Pero no importaba que no comprara, o que, incluso, nunca haya comprado nada, ni que nadie haya comprado alguna vez una zapatilla en Rodie Sport. Importaba más por sus aspiraciones. Regalar algo de Rodie, comprar algo en Rodie era un evento social. Y Juana, que tampoco recordaba haber entrado alguna vez, veía de qué trataba Rodie Sport. Dos paredes enteras con estantes de piso a techo, ahora vacíos, donde se supone estaban las cajas de las zapatillas. En el fondo, un millón, un poco menos, de posters. Jordan, Becker, Agassi, Cantoná, Romario, Valderrama, Gascoigne, Gatti. Al único que reconoció Juana fue al Diego del Boca del 81 y al del 95, con su franja amarilla en el pelo. Al lado de la puerta, el dueño de Rodie, don Adolfo Gutierrez, estaba sentado en unos cajones de soda. Los veía entrar, salir, llevarse todo en un saqueo lento y fleteado.

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