domingo, 19 de septiembre de 2010

Años de amistad

Veinte años no es nada. El tiempo de las ballenas es múltiplo de veinte. Un año en el mar son veinte de Gardel. Pensar que el mar era una hoya, un valle subacuático donde las profundidades escondían un qué sé yo. Balance ninguno. Las corrientes del norte no dejan lugar a los estanques. Todo corre mar arriba. Las pausas son la gestación de la metamorfosis.
Dos postales, del acá berlinés a ese entonces porteño, tandilense, donde el mar tuvo su erupción.
El atardecer del post-verano amaga con eternizar. Razones geográficas hacen que la caída del sol sea tan larga, tan lenta que juega con quedarse colgada en ese momento en que, desde un puente cualquiera, el sol, naranja furioso, invasivo, se postea detrás de la torre de Alexanderplatz. Al mirar ese horizonte detenido, que conecta este presente con el pasado reciente, con los veinte años, con los treinta y cuarenta años atrás, no pasa nada. O pasa que uno sigue caminando como si nada pasara, que la reflexión de que el momento ya tuvo otras copias, no del todo perfectas, y que ese comunica este momento con aquel otro y ese otro. ¿Una nueva vida se constituye de paisajes no vividos por otros? ¿Un edificio sobremoderno o una casucha hecha en pc representa una nueva vida? El atardecer furioso interrumpido por la torre dice: “Sí, ese fondo, ese momento sin tiempo definido y la interrupción eclipsolar de mi esfera quiebra tu sensación ahistórica”. Pero como si no lo murmurara, los pibes siguen caminando, bicicleteando para llegar a horario, todos distintos, cada uno al suyo y lo único que los mancomuna es el horizonte homogéneo del naranja atravesado por la torre.
Tandil, tras el viaje por Azul. No llegaban, los chicos no llegaban. Teníamos un fin de semana en una cabaña. Hacía frío, una neblina en la sierrita, ese ombliguito verde grisáceo. Clara y Blacki, rubia y morocha, labradoras, inspeccionaban por debajo de la puerta, cual policías, qué se tramaba en la cabaña. Lentejas. Salame. No llegaban. Una luna fresca marcaba los caminos a la ciudad de Tandil ya prendida. El verde se fundía con la oscuridad y no se distinguía qué era sombra y qué era verdad. Azul había quedado atrás con su mediodía pueblerino y su siesta de rey. Buenos Aires había quedado como una isla que invade otra isla, que está por. Buenos Aires era la tendencia abrumadora de un exterior que no se preocupa por mirar la lejanía. Tandil era más ombligo que nunca, porque venían los amigos y el guiso ya estaba a punto. Ellos llegaron tarde, con la noche.
El mar se comparte. Gracias amigos queridos.

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